viernes, 18 de enero de 2013

Crónica de “Los migrantes olvidados de La Paz”



Gabriel Meza

Sin nombre, así avanzan por las calles de La Paz. Son fantasmas, espectros grises para una sociedad que los desechó y los llevó a un plano alterno, regido por el mezcal, el chemo, el cristal y la violencia. Su vida no es importante para la mayoría. Deambulan abrazados a su pasado entre los rincones progresistas de la capital. Son los seres de la nada, los engendros del progreso, los nativos de lo inhabitable.

Cuando le di la mano a Adolfo y chocamos nuestras miradas en señal de respeto mutuo, alcancé a ver la monumental desdicha de su vida. En unos cuantos segundos pude hurgar en lo profundo de su alma. Fue como husmear  en el humano oculto debajo de toda esa vestidura desgarrada y puerca. Era mi igual: dos hombres saludándose, reconociéndose. Divisé, pese a su borrachera, el agradecimiento de no ignorarlo. Nunca creí que un michoacano como él, un orgulloso de su oficio (jornalero), terminaría viviendo a la intemperie, en la carencia.

El domingo 06 de enero, voluntarios de la organización Medio Ambiente y Sociedad (MAS) iniciaron un viaje a las entrañas no reconocidas por autoridades estatales y municipales. Un recorrido por el mundo de un puñado de personas sin hogar. Unos los llaman indigentes, para otros simplemente no existen. Ese día, una brigada preocupada de la realidad olvidada de los paceños decidió enfrentarla. Iban armados con buena voluntad y cargados con tamales, champurrado, ropa, cobertores y despensas para hacer pasar un día de reyes más confortable. “Un Granito de Arena”, es el nuevo programa social de MAS y va orientado a apoyar a personas en situación de calle.

Adolfo pertenece al primer grupo que localizamos en el estacionamiento de Ley Las Garzas, integrado por Emiliano, oriundo de Chihuahua,  quien dijo lo atrajeron con engaños a Baja California Sur para laborar en los campos de los ranchos agrícolas de la región. Marcial es el otro sujeto que completa el clan. Luce despeinado, tiene la boca inflamada con una gran costra roja, la camisa cubierta de sangre y de ella expedía un balbuceo combinado con chillidos equiparable al del lloriqueo de un niño. Un llanto amargo con sabor a pobreza. Sus compañeros aseguraron que “se rompió la geta luego de ponerse una pedota”. El alcohol le provoca una especie de epilepsia, dando como resultado que de pronto azote como un costal de carne vieja. 

Los engendros del progreso tienen una característica singular: la mayoría no pertenece al estado. Son jornaleros o auxiliares de albañil, provenientes del Estado de México, Veracruz, Chihuahua o Michoacán, de aspecto sucio. Algunos portan gorras o camisetas con insignias de algún partido político, PRI, PAN, PRD, da lo mismo. Sólo en época de elecciones elevan su rango, obtienen valor, tienen identidad para los políticos que los buscan: se convierten en un voto seguro. Su piel está curtida por el sol, durante las largas jornadas de trabajo – cuando llegan a tener – en las rancherías.

¿Son cristianos? O ¿por qué nos ayudan? –  preguntaba Adolfo con rostro de incredulidad. Luego empezó a cantar: Dios está aquí, qué hermoso es…

-          No, espera – interrumpió uno de quienes le daban comida  –  somos una organización civil y queremos ayudarte –  le respondió con una sonrisa la integrante de Medio Ambiente y Sociedad (MAS).

En caravana, los jóvenes partieron en busca del segundo punto, a unos metros del lugar. El calor avivaba el ánimo junto a la primera acción en la tienda de conveniencia. Nadie se imaginaría que 30 personas iban a recibir un pedacito de ayuda de esos idealistas. Nos dirigimos al bordo del arroyo El Cajoncito, paralelo al Daniel Roldán Zimbrón, una zona habitacional improvisada, de alto riesgo. Al descender el empinado bordo, por una pequeña vereda, se alcanzó a ver al fondo una humareda junto a tres sujetos.

“Soy ayudante de albañil, me vine de Los Cabos porque no hay trabajo; está cabrón”,  aseguró Domingo Agustín de 24 años. Su hogar es un pino salado, junto al libramiento. Él es de Oaxaca, el boom inmobiliario lo atrajo al territorio con la ilusión de obtener un empleo con paga digna. El sueño duró poco. Ya sabes: la crisis, la especulación, el retiro de inversionistas, esas cosas típicas del neoliberalismo, lo obligaron a cambiar de residencia. Ahora vive en una improvisada casucha de madera protegido por los árboles junto a su compañero. Ambos tratan honestamente de conseguir dinero para comer, una vez más.

Después nos dirigimos hacia el patio trasero, donde se estacionan los camiones de carga “Castores”.  En las inmediaciones, junto a la barda, una pequeña choza con dos camas, dos sillones desgastados y polvorientos junto a una decena de botellas de tres litros de Viva Villa adornan la simplicidad del lugar. Un hombre descalzo, con tatuajes en rostro y brazos, camiseta de tirantes, un rosario en el cuello y con ojos desorbitados, nos recibe con un saludo: es Arturo, algunos lo conocen como “El Diablo”. En el sillón se encuentra “El Mocho”, originario de Chihuahua; Martín, un jornalero veracruzano habitante del arroyo nos confirmaría que perdió la pierna en una disputa por drogas e inclusive dijo que Arturo era un hombre de cuidado. Junto a ellos, un flaco, alto, pelo cano y chino: Antonio, quien explicaba, pausado, por qué dejaron de laborar para los ranchos y prefirieron ayudar a los albañiles.

-  “Sacas 100 pesos y hacemos una coperacha para compramos nuestro mezcal. En el rancho nos cobraban 350 pesos por la comida a la semana.  Al día sacábamos 120 pesos por jornada, antes nos daban por cubeta hasta 250 pesos pero eso es cuando tienes un contrato y ya no dan” – explicó mientras metía sus manos en las bolsas del pantalón.

Poco después nos dirigimos hacía el arroyo donde se encontraba Martín, “El Veracruzano”, un regordete sujeto, chaparro y un tanto mitotero, quien prefería quedarse con sus cuates en uno de los pinos salados en vez de pagar renta para ahorrar dinero para mandar a su familia. Contó sobre casos de alcoholismo y las supuestas 20 muertes ocurridas, asegurando que el abuso en el consumo los mataba, y puso de ejemplo a nacidos en Chihuahua como los más tomadores y propensos a morir.

-  Cuando uno fracasa con la familia... me separé de la doña y sus hijos ya tienen su vida. Mejor me salí del pueblo. Claro que me dolió y mucho – Nicolás Rodríguez, habitante de otro pino salado, a unos metros de Martín.

Ese domingo cualquiera encontré algo especial en esos seres ninguneados. Fui testigo de la vulnerabilidad que se acentúa con el rasguñar del tiempo. Es difícil comprender cómo ellos prosperan sigilosos entre las masas, imperceptibles, invisibles. No obstante: ¡están vivos! Tan vivos como tú, deseosos de una palabra, una mirada, un gesto de amabilidad; algo que les haga recordar que también tienen un nombre.

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