miércoles, 13 de febrero de 2013

La crónica de una travesía en transporte público: 1ra Parte

Gabriel Meza

Ahí va otra vez el chofer con su teléfono celular, platicando con quien sabe quién, a vuelta de rueda. Parecen tres eternidades juntas. Es calvario, ni el mismo Jesucristo aguantaría el trayecto de un pesero.

Solía esperar, todos los días, media hora antes de mi horario de entrada al trabajo para tomar el transporte colectivo en la esquina de mi casa. Debajo de un pequeño árbol,  me refugiaba de los rayos del sol antes de que empezar penetrar en mi piel, como hierro incandescente.

Ahora que el aumento de la tarifa se hizo una realidad, recordé la insoportable odisea de meterme en una de esas cajas metálicas color azul con amarillo. Un espacio asfixiante.  Una colección de sillones desagarrados, personas sudorosas, una combinación de aromas abstractos, una masa olfativa caliente, acompañado de una suculenta pieza musical norteña.

Todo eso no me detuvo y decidí volver sentir la emoción de saber si llegaría o no a tiempo. Pero en cuanto vi al viejo de la camisa desabotonada, con cara de mafioso italiano, hablando y conduciendo: me arrepentí.  El valemadrismo, fue una de los aspectos que me llevaron a comprar una motocicleta china, que aún debo.

Debo ser honesto: me encantó volver a escuchar los murmullos de la ciudad, ver a las seños subiendo con sus bolsas de plástico blancas,  disfrutar el balbuceo de un bebé, los gritos de los adolecentes,  esa atmósfera donde todos nos sentimos iguales, a manos de un conductor.

La ruta que va de la colonia Indeco al Centro no debería tomar más de 30 minutos, no obstante,  el tiempo se acumula. Aunque no llevo prisa, veo pasar bicicletas, a toda velocidad mientras el transportista decide hacer una parada de emergencia: necesita una coca cola y unos burritos, supongo, son de machaca.

La unidad ya ha cruzado la calle Toronja, luego el boulevard Luis Donaldo Colosio y tomó la calle donde se ubican las oficinas de la Dirección de Tránsito. Al pasar frente las instalaciones, me daban unas ganas de pegar tremendo grito para acusar al maldito conductor pero sabía que eso demoraría más la odisea y seguramente, los usuarios terminarían por descargar su frustración en mí.

Después de tanto andar, el transporte llegó al centro. Desesperados todos deseaban bajar. Huir. Fue ahí que caí en cuenta la falta de la modernización. Urgente. Espero que no sólo quede una intención porque eso de gastar 10 pesos de ida y otros 10 de regreso, no me agradó mucho…

Después de quejarme del precio. Me tragué los últimos restos de mi coraje y continué con la segunda parte de mi travesía. Cruce la calle, me dirigí hacia el otro paradero de peseras. El sofoco del asfalto apuraba mi andar para robar un poco de sombra pública.

Apenas me envolvieron las sombras,  el vaho de los mofles me recordaba mi misión: experimentar esa odiosea agobiante de moverte de un punto a otro a la velocidad que dicte el chofer. Esta es la segunda parte de mi viaje.

Estuve esperando, por unos 15 minutos, la llegada de una de las “nuevas” unidades. Esas disque representan el cambio, la modernidad: una movilidad diferente. Acorde con el aumento del pasaje a 10 pesos. Nada. No me queda más remedio que alzar mi brazo y elegir al azar.

El microbús ruta C-58 o mejor conocido como el pesero del Pedregal. Debí haber esperado pero ya tenía al conductor clavándome su mirada en el rostro. “Ni modo”, respingué en voz quedita. Subí uno, luego otro, saqué una moneda de 10 pesos y en unos segundos se efectuó la transacción: ya podía, de nueva cuenta, “disfrutar”  de la tortuosa agonía de su servicio.

Como si se tratase de un gran buque zarpando de puerto, lentamente, la unidad se alejó del burbujeo audiovisual del centro de La Paz. Comercio, tras comercio, me despedia de la irritante simplicidad del alma de la ciudad. La extravagante fragancia urbana evolucionó en una mezcolanza de aceite quemado, gasolina y sudor: la esencia del  transporte urbano sudcaliforniano.

Éste  camión no se diferenciaba mucho – salvo en el tamaño – a la primera unidad (azul y amarillo) que monté. Desmanes, pequeños graffitis, vidrios cuarteados, Jenny Rivera, peluches, calcomanías de Betty Bob y un conductor con corte tipo militar, gafas Rai Ban y su celular Nokia azul, engrapado a su oreja.

Dos adolecentes frente a mí, me hacen evocar bellos recuerdos. Uno de ellos, con cara grasienta le sonríe a una pequeña mulata. Van a la misma escuela. La joven sonreía ante las chistosadas del galán. Él, continuaba con su parloteo mientras el camión rebotaba por el mal estado de las vías. Eso, no importaba: crearon un mundo ajeno a la realidad que yo sentía.  Los envidié cada que un frenón impulsaba mi cuerpo hacia adelante.

En esta ciudad de los baches, la tardanza de los vehículos, la ineptitud de los conductores, el poco interés de los concesionarios, a la mayoría les cuesta unos 40 pesos diarios. La verdad, los ciudadanos desearían mejoras, ese plus que haga sus recorridos más confortables. Espero no volver a subir a la pesadilla llamada transporte público


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